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El trabajo más difícil de mi vida

El trabajo más difícil de mi vida

Hace 8 meses que empecé el trabajo más difícil de mi vida: la maternidad. Lo llamo trabajo porque ser madre es lo que más ha requerido mi esfuerzo, sacrificio, dedicación y, sobre todo, rendición al Señor. Sin embargo, estoy consciente de que la maternidad es un gran regalo, tal y como lo afirma un salmo: «Los hijos que tenemos son un regalo de Dios. Los hijos que nos nacen son nuestra recompensa» (Sal 127:3 TLA).

El privilegio de ser madre

Dios tiene en alta estima el matrimonio, a la familia y la maternidad. Es en casa donde se forjan los futuros padres de familia, líderes de la sociedad y los futuros hombres y mujeres de bien. Sobre todo, los padres tenemos la responsabilidad de modelar el Evangelio a nuestros hijos para que un día, por gracia, ellos también sean salvos.

Sin embargo, en estos tiempos la maternidad está infravalorada y hasta despreciada.

Para el «mundo» ser madre es una pérdida de tiempo y es sinónimo de sueños y metas truncadas. No está de más mencionar que ahora el aborto es una opción moralmente aceptada en la sociedad.

Pero nosotras, que estamos en Cristo, sabemos que la maternidad es el trabajo más importante que podemos hacer y es de los tesoros más grandes que Dios nos regala en esta vida. Él es el único dador y sustentador de la vida. Para él, en su soberanía, no hay sorpresas ni descuidos.

He entendido que la maternidad no es una carga, aunque a veces se siente así (sobre todo cuando mi hija no se quiere volver a dormir a las 3:00 a. m.). El ser madre es un llamado a rendir nuestra vida, a sacrificarnos y a menguar para que sea Dios el que crezca en nosotras. Esto me hace recordar algunas palabras del Apóstol: «He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí» ( 2:20 NVI).

Apóyate en Dios

Hace poco leí el libro None Like Him: 10 Ways God Is Different from Us de Jen Wilkin, y todavía resuenan en mi mente tres verdades de la esencia de Dios que ella expone, las cuales me sostienen en los momentos de ansiedad y temor.

Cuando siento que los días son demasiado rápidos o muy lentos y largos —entre quehaceres, comidas, cambio de pañales, algunos proyectos, etc.—, recuerdo que Dios es eterno y que puedo descansar en sus tiempos perfectos. El profeta Isaías así lo dijo: «¿Acaso no lo sabes? ¿Acaso no te has enterado? El Señor es el Dios eterno, creador de los confines de la tierra. No se cansa ni se fatiga, y su inteligencia es insondable» (Is 40:28 NVI).

Los bebés cambian día a día. Como papás tenemos que estar preparados para empezar de nuevo y adaptarnos a las nuevas circunstancias. Sin embargo, es en esos momentos cuando recuerdo que Dios es inmutable, él nunca cambia y puedo confiar en que me sostendrá en cada nueva etapa. En Santiago dice: «Todo lo que es bueno y perfecto es un regalo que desciende a nosotros de parte de Dios nuestro Padre, quien creó todas las luces de los cielos. Él nunca cambia ni varía como una sombra en movimiento» (Stg 1:17 NTV). 

A las mamás nos gusta sentir que tenemos todo bajo control. Nos sentimos seguras sabiendo las horas de siesta de los niños, conociendo sus manías, cuidándolos de cualquier peligro, etc. Pero el Señor siempre nos recuerda que él es soberano y que todo está bajo su control. En realidad es él quien controla y cuida la vida de mi pequeña a quien tanto amo. Es preciso recordar que «[n]uestro Dios está en los cielos y puede hacer lo que le parezca» (Sal 115:3 NVI).

Ánimo, mamá

Las madres damos todo por nuestros hijos, aun desde la etapa de gestación. Con la maternidad la vida cambia totalmente, y eso está bien, es parte de aceptar ese regalo inmerecido de dar vida. Al Señor le plació dar vida a través de mujeres imperfectas y pecadoras que, aunque creadas a su imagen, necesitan redención y salvación. Pienso estas verdades especialmente ahora que una chiquita ve hacia arriba e imita lo que ve en papi y mami. ¡Qué gran responsabilidad!

Este trabajo, definitivamente, es el más difícil de mi vida, pero es una dádiva para entender mejor el amor inmerecido de Dios hacia mí y cada día transformarme más al carácter de Cristo.

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