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Paternidad del corazón

Paternidad del corazón

En un artículo anterior mencioné que nuestro hijo mayor es un hijo adoptivo. Esta realidad me ha llevado, junto a mi esposa, a descubrir un corazón apasionado por el tema de la paternidad del corazón.

En este caminar hemos descubierto con mucho pesar el gran desinterés y desinformación que existe en nuestra sociedad e iglesias respecto a la adopción. De hecho, en la iglesia latinoamericana es casi inexistente la enseñanza sobre la adopción, tema que es tan cercano al mismo corazón de Dios. En reiteradas ocasiones, al mencionar sobre nuestra adopción, escuchamos una respuesta que a simple vista parece muy válida, pero que en realidad refleja cierta confusión: «Qué buen corazón el de ustedes al darle a un niño tanto amor y la oportunidad de tener una familia». Aunque sabemos que la gente dice esto con buena intención, la realidad es absolutamente al revés. Si bien es cierto que como padres damos muchísimo a nuestros hijos, es aún más real que nuestros hijos son quienes más nos dan y enseñan a nosotros.

Puedo decir con absoluta certeza que el ser padre, tanto adoptivo como biológico, ha hecho mucho más por mí que ninguna otra experiencia en la vida. He descubierto más de mí mismo que en cualquier otra situación. He conocido en mí un amor único, profundo, tierno y desinteresado que jamás creí poseer. Sobre todo, he podido comprender un poquito más acerca del amor de Dios y su tierno corazón hacia nosotros. En resumen, el ser padre ha hecho muchísimo más por mí y mi relación con Dios que lo que jamás yo podría hacer por mis hijos. ¡Solo esto es más que suficiente para afirmar que la paternidad es una bendición inmensurable!

Lo que Dios piensa y siente sobre la adopción

Casi todos hemos escuchado alguna vez el pasaje de Ro 8:15-17:

Y ustedes no recibieron un espíritu que de nuevo los esclavice al miedo, sino el Espíritu que los adopta como hijos y les permite clamar: «¡Abba! ¡Padre!». El Espíritu mismo le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Y, si somos hijos, somos herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, pues, si ahora sufrimos con él, también tendremos parte con él en su gloria.

La realidad es que, desde una perspectiva espiritual, ¡todos nosotros hemos sido huérfanos de Padre en algún momento! Pero fue Dios mismo quien, en su infinito amor, nos adoptó, nos hizo parte de su familia.

Es importante notar que la palabra griega que aquí se usa para referirse a la adopción es huiothesia, la cual denota tanto la concepción grecorromana de una adopción legal, con todos los privilegios que esta otorgaba, como la hebrea, en la cual Dios elige un pueblo para sí con toda la gracia que esta brindaba.[1]

Esta adopción, de acuerdo a Pablo, incluye al menos cuatro aspectos importantes:

  • Elección: Según el contexto del pasaje, ahora tenemos el mismo Espíritu que dio vida a Cristo, por lo tanto, estamos integrados íntimamente a los planes, la vida y la esperanza que Dios otorga como Padre. Esto es así no porque nosotros hayamos hecho algo para merecer esta adopción, sino porque Dios mismo escogió adoptarnos en su familia. No se trata de nosotros, sino de su amor; su gracia manifestada nos escogió no en razón de nuestra habilidad, sino a pesar de nuestra incapacidad. Dios nos amó como Padre porque él así lo quiso.
  • Familiaridad: Por medio de la adopción podemos llamar a Dios como Cristo mismo se refirió a él: Abba. Ahora nosotros como hijos tenemos el derecho y la libertad de referirnos a nuestro Padre con la misma familiaridad que un «hijo biológico», porque somos parte inherente a su familia.
  • Igualdad: Dios no nos adoptó como hijos de «segunda clase», sino que nos hizo coherederos, es decir, nos dio el mismo amor, privilegios y esperanza que a su Hijo unigénito. Además, nos dio del mismo Espíritu.
  • Seguridad: En virtud de ser adoptados por Dios, ahora gozamos de absoluta seguridad en nuestra relación filial con él. Ya no estamos más esclavizados por el temor de la ley. Nuestra relación con Dios ya no depende de un «contrato» entre partes, sino que ahora somos hijos. Nuestra relación depende del amor del Padre hacia nosotros, el cual es inquebrantable.

Así que la adopción, desde la perspectiva divina, tiene que ver con la elección, no por mérito, sino por amor. Dios quiso integrarnos a su familia con todo lo que esto significa.

Ahora bien, Dios nos llama a amar con el mismo corazón con el que él nos amó. En otras palabras: El Señor quiere que su iglesia sea familia para el que no la tiene, y en muchos casos esto puede ser aplicado de forma literal. Por ejemplo, en la iglesia y fuera de ella hay parejas que no pueden engendrar hijos biológicos, personas solteras que anhelan criar pequeños o adultos que atraviesan por el síndrome del «nido vacío». A su vez, existe muchos pequeños cuyo anhelo es tener hogar.

El desafío para todas estas personas es ser imitadores de Dios y de su amor. Es el desafío de hacer a un lado todo preconcepto, todo temor, toda incertidumbre y decidir amar; decidir amar no en virtud de algún mérito, sino en virtud del amor mismo. Por otro lado, este desafío no es solamente para quienes no cuentan con hijos biológicos en su hogar, sino para todo aquel que tiene un corazón suficientemente grande como para dar amor a alguien que retornará ese amor al ciento por uno. En otras palabras, la adopción no es un plan B, sino otro camino del plan A, el cual es complementario al camino de la familia biológica.

Dos pensamientos fundamentales sobre el tema

El primero tiene que ver con la respuesta al amor. ¿Notaste cómo es que «nosotros amamos a Dios porque él nos amó primero» (cf. 1 Jn 4:19)? Pues esa es la reacción que resulta del amor. Nosotros amamos a Dios en respuesta a su amor. De igual manera, nuestros hijos aprenderán a amarnos, y a amar en general, en respuesta al amor que les demos. La genética poco tiene que ver con eso, se trata del diseño de Dios de un hogar gobernado por el amor.

El segundo tiene que ver con la seguridad del amor. ¿Alguna vez escuchaste que el perfecto amor echa fuera el temor (cf. 1 Jn 4:18)? Pues así es. Al dar amor, especialmente a un niño, descubrirás igualmente amor, un amor puro y profundo que sin duda te acercará más a Dios y llenará tu corazón. Será un amor que desarme y eche por tierra todo temor o preconcepto que hayas podido tener.

Así que hoy te dejo con este desafío: no hay razón para que no vivas el amor de familia que siempre anhelaste. Solamente requiere que imitemos el amor de Dios y nos arriesguemos a amar como él nos amó.


[1] Douglas J. Moo explica muy bien el uso de esta palabra: «Pablo toma la palabra “filiación” (que también podría traducirse como “adopción”) del mundo grecorromano, donde denota la institución legal por la cual uno puede adoptar a un niño y conferirle todos los derechos y privilegios que devengan a un niño natural. Pero el concepto está enraizado en la imagen bíblica de Dios como alguien que gentilmente elige a un pueblo para que sea suyo». Douglas J. Moo, “Romans”, en New Bible Commentary, 4a. ed., eds. D. A. Carson et al. (Downers Grove: IVP, 1994), 1140.

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