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Cómo acabar bien. De zapatos viejos, temporadas, trampas y antídotos (primer brochazo)

    Entrando al tema

    Esos zapatos viejos están a la izquierda de mi escritorio. Giro la cabeza y los miro. Me están viendo, a veces empolvados, a veces limpios, a veces guardan silencio, otras veces me hablan. Le pertenecen a un viejo amigo maratonista que ha terminado su última carrera de la vida que vivió al máximo —ya no está con nosotros. A principios de los años 90 lo llamé de improviso y le pedí que me enviara un par de sus zapatos viejos. Él se rio, y me preguntó a qué se debía que le pidiera eso. «Quiero una evidencia tangible, de zapato de cuero, de cómo terminar bien después de todos tus años de vida, matrimonio y como padre de hijos, de ministerio transcultural, liderazgo, risas, amor y servicio», dije. Esos zapatos narrarían la historia del hombre que me ha formado profundamente.

    Unos días después llegaron por correo en una caja de cartón. Me senté y sostuve esos zapatos agrietados y desgastados, y le agradecí a Dios por lo que representaban. Este veterano había comenzado su maratón con Cristo cuando era adolescente. Era la promesa del negocio de su tío en Atlanta, Georgia, hasta que le informó que los negocios no eran su pasión; Jesús lo era. Pronto llegaron las represalias; el tío enojado desheredó al sobrino. Providencialmente, eso lo liberó para un futuro impulsado por Dios. El Corredor se casó con una compañera de vida y juntos comenzaron la maratón de la vida y el ministerio: los estudios en el Instituto Bíblico Moody se equilibraban con el ministerio pastoral en una iglesia de inmigrantes suecos al este de Chicago; una hija vino a su mundo; fueron rechazados en dos (lea bien, ¡en dos!) agencias misioneras por «razones de salud». Pero ellos perseveraron; y una tercera agencia los aceptó en 1938. Después de estudios lingüísticos en el entonces nuevo programa de Traductores Bíblicos de Wycliffe, viajaron en un barco bananero hacia Costa Rica. Poco después nació un hijo.

    La carrera continuó. Después de una década de servicio, ellos regresaron a estudiar más en la Universidad de Wheaton, ya que sentían la necesidad de actualizar su conjunto de habilidades y mezcla de dones. Con el paso de las décadas, su carrera los llevó a tres países de América Latina para el ministerio, luego a doce años como presidente de su agencia misionera en Estados Unidos. En su quincuagésimo noveno año, él y su esposa informaron a la junta directiva de la agencia de su deseo de trasladarse a un ministerio de campo con base en España. Ellos trabajarían bajo un hombre mucho más joven, a quien el Corredor había reclutado para España hacía años. La junta estaba aturdida y el presidente le aconsejó: «Señor, ningún presidente de un banco regresa jamás como cajero». A lo que el Corredor respondió tranquilamente: «¡Yo no trabajo en un banco!».

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    Ellos trabajaron/corrieron en España por cinco años, desarrollaron un campamento-centro de conferencias al occidente de Madrid, se lo entregaron a líderes españoles y luego regresaron a los Estados Unidos. ¿Y ahora qué? Estos veteranos desgastados por la batalla podrían haber optado por jubilarse, pero sus espíritus eran fuertes y el cuerpo todavía tenía unas cuantas vueltas más que recorrer. Allá en sus raíces geográficas, plantaron iglesias hispanas en el área metropolitana de Atlanta. Hoy día, unas once iglesias hispanoparlantes le deben su existencia a esa visión, ya sea por multiplicación o división.

    Pero lo que más me impresiona es el carácter profundo del Corredor. Tenía una combinación única de habilidades naturales y espirituales: liderazgo visionario y dones administrativos, junto con una percepción espiritual y cuidado pastoral sensible, y un robusto sentido del humor; el podía reír con gran gozo. No se sentía amenazado por los líderes más brillantes e hizo espacio para que ellos surgieran al liderazgo. Podía pedir perdón. Orientó a una cantidad inusual de líderes jóvenes estadounidenses y latinoamericanos durante su carrera. Reconocía la singular mezcla de dones de su esposa y permitió que ella se realizara plenamente.

    Estos zapatos viejos. No puedo alejarme de ellos. El paso del Corredor disminuyó de velocidad, el Alzheimer se apoderó de su mente. La demencia se apoderó de su esposa. Hasta el final los dos estuvieron profundamente enamorados, leían activamente (ya sea que pudieran recordar o no), y a finales de sus años 70, enseñaban clases bíblicas semanalmente. Una vez, él me dijo que los dos se reían mucho, de las cosas, del otro, de otra gente.

    Dos recuerdos duraderos permanecen conmigo. Él estaba sentado en su cama en el hogar de ancianos, me miró lentamente a los ojos y dijo con esa voz temblorosa: «Guillermo, ¿ves a esa señora encantadora a mi lado? Ella es mi esposa y la criatura más bella del mundo».

    La última vez que lo visité, sus ojos llorosos me captaron entrando a la habitación. Tomó mis manos, me vio directamente a los ojos y apenas sacó las palabras titubeantes: «Bill…, tú… me… enseñaste a… terminar… bien. Y estoy… tratando… de hacerlo… ahora… mismo…». Yo lloré. Él murió en ese hogar de ancianos a la edad de 88 años, pesaba 30 kilos.

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